Anatomía de un garbeo

Saludos a todos los lectores, si es que hay alguno más que siga aguantando después de que jubilara a mis guionistas (he comprobado que la tercera edad encerrada en un zulo subterráneo no aguanta mucho). Saludos a todos aquellos que os asoméis por primera vez con vuestros garabatos o los que andéis perdidos por la red buscando algo de interés (si sois de estos no os quedareis mucho).
Tras un merecido descanso de tanto periodo vacacional en el que los universitarios adelantamos las faldas de la cuesta de enero, la nostalgia por salir de las “cuatro” paredes que forma nuestro particular “triángulo” de las bermudas se acentúa más. Y es imposible dejar de pensar en lugares que transmiten esa sensación de poraquinopasaeltiempo.
Este verano, de viaje por la costa francesa, encontré un lugar que sabía como retener esta sensación. Un poco más al norte de las playas llenas de cocodrilos (los lacoste de los pijos franceses) y del ruido de las ruletas de los casinos de Niza; un poco más al sur de los ferraris que contaminan el pueblo de Mónaco y de los yates que compiten como rascacielos flotantes, se enclava una pequeña población con una pequeña plaza, una pequeña estación de tren e incluso un pequeñísmo puerto. A pesar de haberme pasado con los adjetivos, no se trata de Lillyput ni penséis que yo soy una especie de Gulliver aventurero. Se trata de Villefrance. Como otros muchos lugares de la costa azul, un pueblo lleno de callejuelas con ventanas de madera pintadas de color, con casa empedradas, con una plaza que mira al mar y lo saluda sin tapujos, y unos habitantes que viven sin los mismos tapujos por el aire a colonia hippie que se respira (mucho mejor).
Llegar allí en barco es la mejor opción. De camino al puerto, si es verano, es habitual que desde un velero impoluto te saluden sus jóvenes tripulantes con su cerveza en la mano y un acento  franco alemán. Las mesas de los restaurantes están en equilibrio en el muelle (ya os digo que es muy pequeño) y los camareros no te van a intentar convencer de que comas sus platos (seamos francos, nunca mejor dicho, no son italianos ni españoles).
Pero sin duda, lo mejor es el mercado de libros antiguos. Pasearse por los puestos montados de forma provisional en la plaza y elegir entre las múltiples, y ajadas, ediciones de Les miserables que puedes encontrar (en este caso, ser español y regatear puede venir bien) es una buena opción.
Perderse por sus calles es lo que, en estos tiempos en los que enero ya quedó atrás, más apetece. En definitiva, volver a uno de tus lugares, sean cuales sean.

Estación de Villefranche. Dos vías: una para ir y otra para venir



 Plaza de Villefrance





Apunte de la bahía de Villefrance. Moleskine: culpa de abstraerse en cualquier rincón



Pero lo mejor es que mi verdadero lugar reside algo más al norte desde donde os dejo este nuevo garabato …

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